En Colombia, no todas las tragedias pesan igual. No todas las víctimas reciben el mismo eco. No toda violencia sacude al país por igual. Lo estamos viendo, una vez más, con dos hechos recientes que, si bien tienen naturalezas distintas, retratan una verdad incómoda y persistente: hasta la tragedia es clasista.
Por: Diego Armando Pérez Mayorga |El atentado contra el senador, Miguel Uribe Turbay, figura del uribismo y nieto de un expresidente, ha sido repudiado desde todos los sectores. La respuesta fue inmediata: consejos de seguridad, recompensa millonaria, cobertura periodística constante, solidaridad masiva y pronunciamientos institucionales a toda hora.
Se activaron todas las alertas nacionales, como si se hubiese tocado una fibra sagrada de la institucionalidad. Y es comprensible: se trata de una figura pública de alto perfil, visible, influyente, con conexiones profundas en el poder.
Pero al otro extremo del país, en el municipio de San Andrés de Cuerquia, en Antioquia, el concejal Juan Camilo Espinoza Vanegas fue asesinado. Joven, indígena, en silla de ruedas, con limitaciones de movilidad; líder comunitario electo por voto popular. Tres disparos bastaron para apagar su vida. Pero no bastaron para conmover al país. Su muerte apenas rozó las portadas, fue mencionada en algunos medios locales y pasó sin mayor análisis.
No hubo cadenas de oración, ni columnas especiales, ni comunicados del Senado. Fue una noticia que duró lo que dura un titular cualquiera, como si no importara. Como si fuera una muerte más en una Colombia que ya ha normalizado la indiferencia.
Como si la democracia no estuviera en riesgo hace años, con cada líder social asesinado, con cada desplazamiento forzado, con cada comunidad ignorada. La comparación duele, pero es inevitable. El caso de Uribe Turbay ha sido repudiado como un atentado a la democracia. Pero ¿acaso no lo fue también el crimen contra Espinoza, un concejal elegido por voto popular, indígena, y líder de su comunidad? ¿O es que su condición de joven periférico, sin padrinazgos en Bogotá, lo convierte en un mártir de segunda clase?
Este contraste en la atención pública no es nuevo, pero sí cada vez más evidente. Colombia ha normalizado un clasismo institucional que se reproduce en los medios, en la política y en la ciudadanía. Los muertos de los barrios pobres, los líderes sociales, los indígenas asesinados en sus territorios, los concejales sin cámara y micrófono reciben solo el silencio y el olvido. Sus nombres rara vez entran en los registros de memoria colectiva. Sus causas mueren con ellos.
Y esto no es solo injusto, es profundamente peligroso. Porque envía un mensaje claro: que hay muertes que importan y otras que no; que hay víctimas que se lloran y otras que se archivan; que hay vidas más valiosas que otras.
No podemos seguir permitiendo que el país reaccione solo cuando la violencia toca a quienes pertenecen a las élites. Colombia ha sufrido por décadas un conflicto que ha dejado miles de víctimas invisibles, que no aparecen en las portadas ni en los discursos de rendición de cuentas. ¿Cuántos líderes sociales más deben morir en la sombra para que el país decida reaccionar?
¿Cuántos Juan Camilo Espinoza más tendrán que caer para que entendamos que la democracia no solo se defiende en el Congreso, sino también en los consejos municipales, en las veredas, en los territorios donde el Estado es solo una promesa?
Que quede claro: toda forma de violencia política merece condena. Pero no podemos seguir tolerando un país donde la tragedia se jerarquiza, donde el duelo depende del estrato, donde la justicia se moviliza solo cuando se toca a los poderosos.
No se trata de minimizar lo ocurrido con Uribe Turbay. Se trata de preguntarnos por qué no reaccionamos con la misma contundencia cuando la víctima no lleva un apellido de linaje ni es protagonista de la política nacional.
Miguel Uribe merece justicia. Juan Camilo Espinoza también. Y con él, los cientos de líderes sociales que caen cada año en Colombia sin que el país tiemble, sin que los titulares lo griten, sin que el Congreso se indigne. Porque cada crimen de un líder comunitario también es un atentado contra la democracia. Cada bala disparada contra un concejal de pueblo también golpea las instituciones. Cada silencio ante estas muertes también es una forma de complicidad.
Y mientras ese silencio persista, seguiremos atrapados en una democracia de papel, selectiva, fragmentada. Una democracia que protege más a quienes la representan que a quienes la sostienen. Porque la verdadera democracia no se mide por cuántos senadores condenan un atentado, sino por cuántas voces marginadas logra proteger.
En este país, más que una democracia plena, seguimos viviendo en una república de castas. Donde las élites lloran entre ellas, y las periferias entierran en soledad a sus líderes. Donde la empatía se mide en apellidos. Donde el estrato también define cuánto duele una tragedia.
Y sí, aunque incomode: hasta la tragedia es clasista.
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Vicepresidente junta directiva nacional Asociación Sindical de la Industria del Petróleo y Gas (Asopetrogas)
Esta columna encierra el pensamiento del autor, en ningún caso es la posición de Río Grande.